SANTA CLARA DE ASÍS
En el año 1193, cuando Clara abrió los ojos a la luz de este
mundo, en el corazón de Asís, en la casa que su familia poseía desde antiguo en
la plaza de San Rufino. Clara nació en el seno de una familia de la nobleza. La
familia de Clara pertenecía a los hijos de Offrededuccio, su abuelo, a la
sombra de San Rufino, era una de las más nobles y poderosas personalidades de
la ciudad. Favarone, padre de Clara, Monaldo y Escipión, sus tíos, mantenían en
muy alto el apellido de la familia. Favarone, noble y rico, se casó con
Ortolana, que a su nobleza añadió dotes morales de caridad y piedad. Estos dos
últimos fueron los padres de Clara. Del matrimonio de Favarone con Ortolana,
nacieron otras dos hijas. Catalina y Beatriz. A la Primera, Francisco le
cambiará el nombre por el de Inés, cuando más tarde se incorpore con Clara en
el monasterio.
En relación al nacimiento de Clara, cuenta una leyenda que
cuando Ortolana iba a dar a luz a Clara, oraba postrada ante un crucifijo, y
mientras oraba se escuchó una voz que decía, “no temas mujer, porque darás a
luz sana y salva, una luz que hará resplandecer con mayor claridad el mundo
entero”. Estas palabras solía contárselas Ortolana a Clara y repetirlas después
a sus compañeras de monasterio. Esta fue la razón por la cual Ortolana le puso
a su primogénita de Favarone de Offreduccio el nombre de Clara en las fuentes
bautismales.
La niña Clara creció a la sombra de su madre. Los primeros
años de escuela, fueron las obras de piedad de Ortolana. De ella aprendió las
primeras enseñanzas de la fe. También aprendió tras el ejemplo de su madre a
privarse de los manjares más exquisitos para enviarlos a los necesitados por
medio de Bona, una de las hijas de Guelfuccio.
Pocos años después del nacimiento de Clara, Ortolana dio a
luz a una segunda hija, más conocida por el nombre de Inés, que le impuso San
Francisco, que por el nombre de bautismo que fue, según parece, el de Catalina.
Algunos años después, nació una tercera y última hija de Ortolana que se llamó
Beatriz. Entre tanto, Clara ya tenía entre cuatro y cinco años. En 1202 y 1205,
la familia Favarone se trasladó a Perusa tras la guerra que azotaba a Asís y
Perusa. En Perusa, a la edad de 10 años, Clara encontró a Felipa. Allí también
entabló conocimiento con otra niña llamada Bienvenida, que más tarde sería una
de las primeras que vestirá al igual que Clara, el hábito de la penitencia.
En cuanto a la vocación de Clara, no es posible precisar el
momento exacto de la misma. Pero, observando el comportamiento de Clara en la
casa de los Favarone, podemos decir, que Dios se hizo presente en su alma, de
un modo personal y preciso, bastante pronto. Y al decir de modo personal y
preciso, se entiende que Clara se sintió llamada por el Señor a una vida
consumida sólo por Él en oración y penitencia. Desde pequeña, Clara solía
buscar la soledad. En la casa de los Favarone buscaba la quietud y por eso
solía dormir en las habitaciones más apartadas, pues no quería ver, ni ser
vista. Desde joven, Clara tenía necesidad de un silencio profundo, con el que
sólo se escucha a Dios, ese Dios que se dirige al alma. Que esto sea cierto, lo
demuestra la misma parentela de clara:
“Cuando se reúne la familia y se entabla animada
conversación, Clara también participa en ella con viveza, pero su argumento es
único; parece no saber hablar más que de Dios, de las cosas de Dios, porque no piensa
más que en Él”.
Los que vivían cerca de Clara, como Bona y Pacífica de
Guelfuccio,los que frecuentaban la casa de los Favarone, como el noble Hugolino
de Pedro Girardone o como Raniero de Barnardo, no hacían más que admirarse de
la dulzura de Clara; de su modo de sonreír, de la manera de hablar sólo de
Dios; y de su fama de bondad que trascendía y se difundía por las calles de
Asís. Por estas características en Asís, conocían a Clara los pobres,
destinatarios de sus caridades, por manos de Bona; la conocían por su modestia,
que siempre es distintivo de la pureza, la conocían los jóvenes que aspiraban a
su mano e inútilmente alzaban los ojos hasta la ventana del palacio de la Plaza
de San Rufino, para ver a Clara, pero sin esperar respuesta alguna de Clara, ya
que Clara no pensaba en ningún momento en matrimoniarse con nadie, sin embargo,
su padre no pensaba lo mismo que Clara.
Cuando Clara se aproximó a celebrar sus 17 años, era ya toda
una mujer. Por lo cual, Clara, noble y rica, hermosa y buena, reunía todos los
requisitos para ser esposa de cualquiera de los nobles señores de la ciudad,
razón por la cual, Favarone padre de Clara inició algunas tentativas en este
sentido, con el fin de matrimoniarla. Pero Clara rehusó oír de boda alguna.
Solía responderle a su padre que sólo deseaba conservar su virginidad para el
Señor. Sus padres le exhortaban a disuadir de ese intento. Pero Clara se
obstinaba en su negativa. Rainero de Bernardo, hombre muy cercano a Clara,
trató de convencerla para que obedeciera a sus padres, pero Clara con firme
elocuencia siempre se mantuvo firme en su decisión de renuncia a los placeres
del mundo.
En la primavera de 1211, Clara escuchó por vez primera
predicar a Francisco en la Catedral de San Rufino, un elocuente discurso sobre
la pobreza. A partir de este momento, Clara se sintió atraída por la propuesta
de Francisco de vivir libre para Dios. El Domingo de Ramos, 28 de marzo del
mismo año, Clara y Francisco planearon su huida de del palacio paterno, y la
noche de ese mismo día, Clara fue recibida por Francisco y un grupo de Frailes
en la iglesita de la Porciúncula. Allí, con velas encendidas, recibieron a
Clara, y Clara por manos de Francisco hizo su consagración total a Dios,
renunciando a las vanidades del mundo. Como señal de renuncia, Francisco le
cortó la cabellera, la cual significaba su renuncia a la realeza y el estatus
de la familia de los Favarone, a la que pertenecía Clara. Con este signo, Clara
también renunció no sólo a sus bienes materiales, sino también a su familia.
A partir de este momento, la familia Favarone al enterarse
de la fuga de Clara, iniciaron su búsqueda por toda la región de Asís. Pero,
Francisco, apresurándose a la reacción de la familia Favarone, llevó a Clara a
un monasterio de monjas Benedictinas, llamado monasterio de San Pablo, situado
en las proximidades de la actual Bastia, no lejos de Asís, porque en ese
tiempo, los monasterios gozaban de un privilegio de la Santa Sede, que
consistía en el “derecho de asilo”, que penalizaba cualquier tipo de violencia
en los lugares sagrados con pena de excomunión. Al poco tiempo, Francisco junto
con el hermano Felipe y Bernardo, trasladaron a Clara del monasterio de San
Pablo a otro monasterio benedictino de Santo Angelo de Panzo, con la finalidad
de evitar alguna embestida más por parte de sus parientes. De este monasterio
Francisco traslada a Clara a la iglesita de San Damián, el lugar que servirá de
monasterio a Clara y que más tarde se convertiría en el santuario de la pobreza
para Clara y sus seguidoras.
Al poco tiempo de la entrada de Clara en San Damián se le
unieron a ella Pacífica, la amiga de Clara que frecuentó en su casa paterna y
Bienvenida de Perusa. Poco tiempo después se unió a ellas Balbina de Martino y
al año siguiente Felipa, la hija de Leonardo de Gislerio. Todas ellas, a
ejemplo de Clara, al entrar en San Damián prometían obediencia a Francisco, que
por su parte, tomó a su cuidado a la pequeña comunidad de damas pobres, y al
cabo de un tiempo en el que probó a cada una su valor, les escribió una regla
qué observar. Más tarde, se unió a Clara y al pequeño grupo, su hermana
Catalina, a quien Francisco le cambió el nombre por el de Inés, en señal de
renuncia al mundo, y posteriormente le sigue también su hermana Beatriz.
Por obediencia a San Francisco, Clara aceptó el cargo de
Abadesa tres años después de su ingreso a San Damián. Este oficio lo desempeñó
hasta su muerte. Clara durante toda su vida se caracterizó por su gran
humildad, caridad, fortaleza, pobreza, mortificación, y alto sentido de
obediencia y contemplación. Clara, en muchas ocasiones lograba aventajar en
ayunos a Francisco. Si Francisco era una persona demasiado extremista en la
penitencia, Clara era más. Por ello, algunas veces Francisco por obediencia
obligó a Clara algunas veces a mitigar sus ayunos y penitencias.
Virtudes de Santa Clara
Humildad
Cuanto más alto era el oficio que por obediencia se le
encomendaba, tanto más se consideraba inferior a todas, se sentía
verdaderamente menor, al igual que Francisco. Se reservaba para sí todos los
qué haceres más humildes de la comunidad, consideraba un honor servir a las
hermanas externas cuando regresaban al monasterio. No era raro que las monjas
vieran a su abadesa inclinarse o estampar un beso en los pies de las hermanas.
Caridad
Durante las noches del frío invierno en Asís, cuando el
cierzo hacía estremecer los batientes y penetraba por todos los orificios,
había una mano siempre dispuesta a arropar a sus hijas durante el sueño, para
que no pasaran frío. Clara, solía ser muy rigurosa consigo misma en la
observancia del ayuno y la penitencia, pero pedía cautela en aquellas de sus
hijas que no eran capaces de soportar el rigor mayor, y su mirada era siempre
vigilante para percibir en ellas el menor signo de abatimiento, de desaliento,
de tribulación o de tentación. En esos casos, solía llamar a aparte a la
hermana atribulada y abatida y solía consolarla con todo género de palabras que
la caridad ponía en sus labios; y cuando sus palabras de consuelo parecían ser
no suficientes para calmar la ansiedad, a las palabras seguían sus lágrimas.
Tal era su caridad que si alguna vez encontraba dureza en el
corazón de alguna de sus hijas, se echaba a sus pies, y con las palabras más
dulces, con los gestos más maternales, la llevaba suavemente por el camino de
la reflexión. No era suficiente para ella que sus hijas estuvieran en paz con
Dios, ya que ni siquiera podía verlas padecer físicamente. Y cuando así las
veía, levantaba compasiva la mano, para trazar el signo de la cruz sobre la
enfermedad que pronto desaparecía.
Mortificación
Clara se contentaba con tener una sola túnica de paño burdo,
de lana vulgar, tejido en casa, como lo usaban los campesinos umbros, se ceñía
bajo esa túnica ásperos cilicios, a escondidas de las monjas, para no ser
advertidas por ellas. Sor Bienvenida de Perusa cuenta que “Clara se hizo
confeccionar una prenda con piel de cerdo, y la llevaba con los pelos y las
cerdas rapadas vueltas hacia la carne… Del mismo modo se hizo confeccionar otro
vestido de pelos de cola de caballo, y haciéndose después unos cordeles con
éstos, se ceñía el cuerpo. Sor Inés de Oportulo, deseosa de imitar la vida de
penitencia de Clara, logró conseguir de ella uno de esos cilicios. Una vez
obtenido, sólo logró aguantarlo por tres días, al cabo de los cuales, se lo
devolvió a Clara. De noche, solía reposar en el suelo y una piedra de río
sustituía a su almohada. Cuando su cuerpo comenzaba a debilitarse demasiado,
extendía en el suelo una esterilla y usaba para cabecera un poco de paja. A
menudo, solía practicar ayunos extraordinarios.
En la tercera carta a la Beata Inés de Praga que le había
hecho algunas preguntas respecto al ayuno escribía: “Más nuestra carne no es de
bronce, ni nuestra fortaleza es de piedra; sino que somos por naturaleza
frágiles, y fáciles de toda flaqueza corporal. Digo esto porque te he oído que
te has propuesto un indiscreto rigor en la abstinencia, por encima de tus
fuerzas. Carísima, te ruego y te suplico en el Señor que desistas de él sabia y
discretamente, y así, conservando la vida, podrás alabar al Señor y ofrecerle
un obsequio espiritual y tu sacrificio condimentado con la sal de la
prudencia”[1]
Estos eran los consejos de moderación que Clara daba a una
de sus seguidoras. Pero ella estaba muy lejos de seguirlos, ya que de Clara, se
puede decir lo mismo que Fr. Tomás de Celano solía decir de San Francisco; que
en la única cosa que hubo discordancia entre las palabras y hechos del santo,
fue en lo relativo a los ayunos y penitencias. Mientras invitaba a la
discreción, su modo de obrar estaba marcado por la más austera penitencia. Lo mismo
ocurría con Clara.
Dice Sor Balbina de Martino que Clara por mucho tiempo no
tomaba alimento alguno, sobre todo los lunes, miércoles y viernes. Durante la
cuaresma mayor, que precede a la Pascua, y en la llamada San Martín, como
preparación a la Navidad, se alimentaba de pan y agua, excepto el domingo que
se concedía un poco de vino, si lo tenía. Así, a días de tan completa
abstinencia, seguían días de ayuno a pan y agua.
Obediencia
Los ayunos y penitencias a los que se entregaba Clara,
perjudicaban gravemente su salud, especialmente aquella abstinencia completa de
alimentos durante tres días a la semana. Por este motivo intervinieron
Francisco y el Obispo de Asís, imponiéndole por obediencia tomar en esos tres
días al menos una onza y media de pan. Clara obedeció.
La forma de vida de Santa Clara
En 1212, Clara y sus hermanas, toman como Regla de vida la
Regla benedictina. En 1219, Clara, deseosa de conservar los ideales de
Francisco y su gran voto de pobreza, decide redactar su propia Regla de vida,
la cual emprende, asesorada por el Cardenal Hugolino. En 1226, muere Francisco.
Pero, la Regla dada por el Cardenal Hugolino, no llenaba las expectativas de
Clara y sus hermanas. Por ello, en cuanto vieron que la forma de vida que les
había escrito Francisco corría el peligro de desvanecerse, en 1228, Clara se
apresuró a ir ante la presencia del Papa Gregorio IX, para que les confirmara
el “privilegio de la pobreza”, privilegio que había sido otorgado por el Papa
Inocencio III, en 1216. De este modo, su forma de vida en absoluta pobreza, se
mantuvo a salvo.
Tras muchas luchas para conseguir la aprobación de su Regla,
Clara redactó por su puño y letra su propia Regla o forma de vida, adecuada al
querer de Francisco, y fundamentado en el deseo de las damas pobres. El 6 de
agosto de 1247, Clara logró que su nueva forma de vida fuera aceptada por el
Papa Inocencio IV. Cabe señalar que para este tiempo, se había dado un decreto
en la Iglesia por el IV Concilio de Letrán, donde se había prohibido que se
hicieran nuevas reglas para las nuevas órdenes religiosas. Dicho decreto
ordenaba que las nuevas órdenes religiosas debían adoptar, alguna de las reglas
aprobadas antes del Concilio. Pero, Clara logró la aceptación de su Regla,
porque su forma de vida estaba fundamentada en la Regla de los Hermanos
Menores, aprobada en 1223. La Regla de las damas Pobres constaba de 12
capítulos, al igual que la Regla de los Hermanos Menores.
En 1252, el Cardenal Reinaldo visita a Clara y a nombre del
Papa, aprueba la Regla que Clara había escrito. El 9 de agosto de 1253, el Papa
Inocencio IV, aprueba definitivamente con bula en mano la Regla de Santa Clara.
Muerte de Santa Clara y su canonización
El día 11 de agosto de ese mismo año, muere Clara, con la
Regla aprobada en sus manos, a los 60 años de edad y 41 de religiosa. Su cuerpo
fue sepultado en la iglesia de San Jorge. En esas mismas fechas, el Papa
Inocencio IV, encarga a Bartolomé de Espoleto la investigación de la vida y
milagros de Clara. Del 24 al 29 de noviembre de ese mismo año, se lleva a cabo
en San Damián, el proceso de canonización de la hermana Clara.
El día 15 de agosto de 1255, en la Catedral de Agnani, se
llevó a cabo de manera solemnísima la canonización de Santa Clara de Asís, por
el Papa Alejandro IV. En ese mismo año, Fr. Tomás de Celano escribió por encargo
del Papa Alejandro IV, la legenda Sanctae Clarae Virginis. El 3 de octubre de
1260, se realizó la traslación del cuerpo de Santa Clara de la iglesia de San
Jorge a la Basílica construida en su honor, situada junto a la misma iglesia de
San Jorge. Hasta la fecha, el cuerpo de Santa Clara permanece incorrupto.
Milagros de Santa Clara: La Eucaristía ante los sarracenos
En 1241, los sarracenos atacaron la ciudad de Asís. Cuando
se acercaban a atacar el convento que está en la falda de la loma, en el exterior
de las murallas de Asís, las monjas se fueron a rezar muy asustadas y Santa
Clara que era extraordinariamente devota al Santísimo Sacramento, tomó en sus
manos la custodia con la hostia consagrada y se les enfrentó a los atacantes.
Ellos experimentaron en ese momento tan terrible oleada de terror que huyeron
despavoridos.
En otra ocasión los enemigos atacaban a la ciudad de Asís y
querían destruirla. Santa Clara y sus monjas oraron con fe ante el Santísimo
Sacramento y los atacantes se retiraron sin saber por qué.
El milagro de la multiplicación de los panes
Cuando solo tenían un pan para que comieran cincuenta
hermanas, Santa Clara lo bendijo y, rezando todas un Padre Nuestro, partió el
pan y envió la mitad a los hermanos menores y la otra mitad se la repartió a
las hermanas. Aquel pan se multiplicó, dando a basto para que todas comieran.
Santa Clara dijo: "Aquel que multiplica el pan en la Eucaristía, el gran
misterio de fe, ¿acaso le faltará poder para abastecer de pan a sus esposas
pobres?"
En una de las visitas del Papa al Convento, dándose las doce
del día, Santa Clara invita a comer al Santo Padre pero el Papa no accedió.
Entonces ella le pide que por favor bendiga los panes para que queden de
recuerdo, pero el Papa respondió: "quiero que seas tú la que bendigas
estos panes". Santa Clara le dice que sería como un irrespeto muy grande
de su parte hacer eso delante del Vicario de Cristo. El Papa, entonces, le
ordena bajo el voto de obediencia que haga la señal de la Cruz. Ella bendijo
los panes haciéndole la señal de la Cruz y al instante quedó la Cruz impresa
sobre todos los panes.
Larga agonía
Santa Clara estuvo enferma 27 años en el convento de San
Damián soportando todos los sufrimientos de su enfermedad con paciencia
heroica. En su lecho bordaba, hacía costuras y oraba sin cesar. El Sumo
Pontífice la visitó dos veces y exclamó "Ojalá yo tuviera tan poquita
necesidad de ser perdonado como la que tiene esta santa monjita".
Curación a sus hermanas
Con la simple señal de la cruz, curó a Sor Bienvenida de
madona Diambra, de una llaga purulenta en el brazo y a Sor Amata, inmóvil hacía
trece meses a causa de hidropesía y tan hinchada que no podía reclinar la
cabeza; a Sor Andrea de Ferrara y a Sor Cristina, sorda hacía algunos años, y a
Sor Bienvenida de Perusa, que había perdido por completo la voz. Y a muchas
otras hermanas más que en el transcurso de los años desde el ingreso de Santa
Clara a San Damián fueron curadas mediante ella, por Dios.
Cardenales y obispos iban a visitarla y a pedirle sus
consejos.
San Francisco ya había muerto pero tres de los discípulos
preferidos del santo, Fray Junípero, Fray Angel y Fray León, le leyeron a Clara
la Pasión de Jesús mientras ella agonizaba. La santa repetía: "Desde que
me dediqué a pensar y meditar en la Pasión y Muerte de Nuestro Señor
Jesucristo, ya los dolores y sufrimientos no me desaniman sino que me
consuelan".